jueves, 26 de marzo de 2015

Cabezas habitadas

Es mediodía. Ruta 112. Quinta fila de asientos que dan a la ventana. Iba como en trance, con los ojos abiertos pegados al vidrio, pero sin ver nada, ordenando mi mundo financiero, mi mundo laboral y mundo espiritual en una especie de mecanismo psicológico que me da la oportunidad de abandonar ciertas condiciones externas e internas y experimentar un estado de conciencia alterado (…qué profundo).


En palabras sencillas iba pensando cualquier cosa menos poniendo atención a lo que pasaba a mi alrededor. El bus, que corría a una velocidad brusca para mi gusto, originaba un viento sobre mi rostro que casi me cacheteaba para sacarme de mi estupor, pero no lo lograba. Justo a mi lado viajaba una mujer. Sus más de 40 años hacían alarde en su rostro y sus libras de más eran la causa de que por segundos hiciéramos contacto pierna con pierna. Ella no disfrutaba de la “tranquilidad” del viaje como yo lo hacía. Su rostro era de molestia, asco y reproche.

Por un momento traté de entender su situación. Imaginé que no le gustaba andar en bus. También pensé que podía ser el hambre, porque prácticamente era hora de almuerzo. Luego me fijé que sus ojos casi se clavaban en dos chavalas que ocupaban los asientos justo adelante de nosotros. Por su actitud, la mujer parecía no estar de acuerdo con lo que platicaban aquellas mujercitas en minifalda, de aproximadamente 14 años y de rostros cargados de maquillaje trasnochado con sombras chorreadas, ojeras de tinta y labios pálidos.

Tres paradas más adelante salí de mi pausa mental y me dispuse a escuchar a las dos “expertas” en técnicas de cómo sacarle dinero a los hombres. “No seás babosa. Vos ponete en el plan víctima. Ese man está forrado en billete. Si no lo domás vos, lo ordeño yo”… Le decía una a la otra para luego, como en una especie de coro ensayado, soltaran una carcajada. Aun cuando aquella plática era interesante, la verdad no encontré motivo suficiente para que la pasajera, que me rozaba la pierna y el hombro en cada curva del bus, se mostrara indignada. “¡¿Qué le importa a esta vieja lo que hagan o dejen de hacer estas dos?!”, pensé. Ahora yo también iba en plan indignado como mi vecina de viaje que continuaba moviendo la cabeza de un lado a otro haciendo un ademán de negatividad.

Un frenazo de esos que te hacen imitar el paso de Michael Jackson ( Smooth Criminal , en el que inclina todo el cuerpo hacia adelante) casi me hace pegar los dientes en el pasamano del bus, pero también me alertó de la situación más espantosa que me ha tocado vivir en mi diario peregrinar en el transporte urbano colectivo. A mí ya me han robado el celular, me han tocado las nalgas, me han puesto el pene en el brazo cuando voy sentado, me han pasado el sobaco sudado por la cara, en fin… Muchas cosas más y siempre pienso que son situaciones normales que pasan en un bus, pero realmente no estaba preparado para esto: la inercia me hizo descubrir de golpe la molestia de la mujer que con su rostro trataba desesperadamente de alertarme sobre las colonias de piojos que habitaban en las cabezas de las muchachitas malhabladas.

El sol que entraba por la ventana le daba un tono dorado, como una especie de campos de trigo en miniatura a las liendres que apenas se sostenían del pelo de sus anfitrionas. En ese momento imaginé que si esas muchachas se planchaban el pelo, aquello iba a sonar como cuando se hacen palomitas de maíz en el microondas. Por otro lado, los piojos —asquerositos toritos negros con manchas rojas— corrían de un lado a otro asustados por el viento que penetraba por la ventana del bus, mientras otros animalitos subían a través de una pluma Bic, que suponía una suerte de prensapelo improvisado, del cual luego bajaban.

Pienso que para ellos era divertido. Yo estaba completamente helado, petrificado, asustado, con miedo de que saltaran a mi cabeza, que de hecho ya me picaba, pero por otra parte mis ojos querían descubrir la vida en esos dos planetas con sobrepoblación donde el alimento, la sangre, abundaba, pero no así el espacio.

Ese mediodía no almorcé tranquilo. Daba un bocado y me rascaba la cabeza, mientras en mi mente, como una especie de película de ciencia ficción, recordaba aquella ciudad en un planeta peludo y sus habitantes felices chupando sangre y reproduciéndose. Hubo un momento en que no pude más y le conté lo sucedido a la señora que trabaja en mi casa como “asistente del hogar” y acto seguido le pedí que me revisara si me habían pasado los piojos. Media hora después, con una sonrisa de burla dibujada en su rostro, me dio la buena noticia de que solo canas había encontrado; sin embargo hoy por hoy me pica la cabeza cuando pienso que ella en su próximo trabajo le contará a sus nuevos patrones que “al jefe anterior hasta los piojos le sacaba y todo por el mismo salario… ¡Qué tal!”
http://www.laprensa.com.ni/2015/03/01/nacionales/1790610-15499

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